La desorientación de los gobiernos ante el fenómeno Bitcoin es comprensible: como saben que es inútil intentar eliminarlo, o controlarlo, o encajarlo en sus códigos enmohecidos, todo lo que pueden hacer es apresurarse a exhibir un gesto simbólico -algo, cualquier fantochada que ayude a mantener la ilusión de un poder que se escurre-, y sostener esa postura con cara de piedra, simulando que saben perfectamente lo que están haciendo.
No saben qué hacer, y no hay nada que puedan hacer, salvo intentar convencernos de que siguen siendo ellos los que hacen las reglas. A tal efecto, los gobiernos han optado por un amplio espectro de “soluciones”, que van desde la aparente tolerancia de Holanda, España, el Reino Unido, Finlandia y Polonia (que han definido al bitcoin como “dinero virtual convertible”), pasando por la simiesca ostentación de poder de los reguladores neoyorkinos (que planean imponer costosas licencias a las empresas que provean servicios relacionados con Bitcoin) y chinos (que prohibieron a sus bancos operar con Bitcoin), hasta el llano autoritarismo de Rusia (que amenazó con prohibir el uso de Bitcoin) y Ecuador (que prohibió expresamente el uso de cualquier moneda que no sea la de curso forzoso).
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